Aquella
tarde el sol nos regalaba su calor… Entonces decidimos no asistir a la escuela
para irnos al río de aguas claras. Allí les narré algo magnífico.
Al
principio no creyeron nada y se burlaron de mí. Sin embargo,
seguro de lo que faltaba todavía por contar, a mí no se me movió ni un pelo. Y
tenía razón: a medida que avanzaba mi historia sus ojos inocentes e
impresionables se abrían sorprendidos. Les dije:
—Hace
muchos años en este mismo río un tiburón de grandes dimensiones apareció un 2
de febrero, día de la Virgen Stella Maris. El pueblo, que en su
mayoría se dedicaba a la navegación, estaba congregado como cada año
para homenajearla con cantos y pétalos de flores, y, sobre todo, pedirle que
los llevara a buen puerto tanto en la vida como
al navegar. Pero, al ver esto, el diablo se enojó y
apareció tomando la forma de un enorme tiburón, con la intención
de asustarlos e impedirles expresarse.
—¡Oooohhh!— exclamaron mis
amigos al unísono.
—En
ese momento también se presentó la Virgen Stella Maris. Era la
primera vez que en este lugar se enfrentaban ambas fuerzas. A
diferencia del tiburón, ella llegó caminando. De lejos parecía una enorme luz
que cubría un extremo del río, y a medida que se acercaba, los
presentes pudieron definir que se trataba de una mujer: sus vestidos
largos y holgados brillaban más que el sol y su estatura era tal que el cabello
se confundía entre las nubes. ¡Sí, amigos! ¡Tenía dimensiones
colosales y una extrema belleza!
Y
continué con mi historia:
—El
tiburón, también de gran tamaño, se encargaba mientras tanto de inquietar
a los pueblerinos con atemorizantes sonidos, haciéndolos gritar y correr. Se
proponía sacar a todos de allí para que cesaran con sus expresiones de
espiritualidad. Inevitablemente se produjo una lucha entre el bien y el mal.
La doncella lo tomó de su aleta dorsal y lo colgó de una nube gris muy oscura, casi
negra. Con una voz primorosa como canto celestial —dulzura que molestaba
al malvado porque no podía tolerar nada que representara belleza— le ordenó callarse.
—¡Bien!— festejaron los
niños.
—Con
el tiburón amarrado y sin emitir sonidos, ya no había peligro para la
gente, aunque buena parte de ella se había retirado despavorida.
Entonces Stella Maris con su voz-canto, sentenció:
—No
serás liberado hasta tanto no inventes algo que devuelva la alegría y
confianza a estas buenas personas espantadas con tu maldad.
Ellas son la vida del río. —Y exigió con una aguda
melodía lírica: —¡Solo te liberaré si le devuelves la vida al río!
Un
eco místico se encargó de repetirlo trece veces más…
El
animal, por orden la Virgen Stella Maris, a quien le temía por
su prístina belleza, obedeció llenando las aguas claras de
muchísimos peces de colores que hasta hoy son el atractivo del
lugar y, por esa razón, visitado
por miles y miles de personas.
—Bueno,
pero dinos, ¿qué pasó con el tiburón y con Stella Maris?—preguntaron los
niños intrigados.
—Al
malvado se le quitó su disfraz de tiburón y se lo condenó a los abismos de
donde no podrá salir ni asustar a la gente. Después, cuando todo estuvo en
paz, Stella Maris se retiró del mismo modo que llegó: caminando
lentamente, envuelta en un potente halo de luz, hasta desaparecer.
Y
así, después de cerrar mi ficción, quitamos los pies de las aguas, tomamos
los abrigos y nos fuimos de regreso a nuestros hogares. Mis dos amigos me
fueron interrogando sobre el asunto todo el camino…
©Patricia Palleres